miércoles, 18 de junio de 2008

El armario de los signos

El armario de los signos

Quién por primera vez asistiese a un partido de fútbol se quedaría extrañado, muy extrañado. ¿Qué hacen unos señores mayores en pantalón corto, corriendo detrás de un balón? ¿No se les ha pasado ya la edad para esas cosas? Y cuando –después de una carrera- alcanzan el balón, le dan una patada en vez de cogerlo. ¿Y por qué hay dos de ellos que no corren nada, y se mueven para que les dé el balón en vez de esquivarlo? ¿Por qué el que va vestido de negro no le da también patadas? Además, ese es tan raro que de vez en cuando sopla un pito: algo muy malo debe ser, pues muchos protestan y le gritan cada vez que pita. Lo de la masa de gente que está allí mirando y mordiéndose las uñas -muchos de ellos moviendo trozos de tela con colores…- eso ya sí que es para nota. Pero además antes de empezar a correr suena una música y todos se quedan quietos y en silencio. Después, cuando terminan de correr, se ponen en fila, unos señores sacan un vaso de plata muy grande y se lo dan; se alegran, pero en vez de beber todos en él, lloran; todos la quieren tocar y les hacen fotos.

Hay muchas realidades que expresamos mediante signos. Basta observar lo que hayamos hecho en los últimos treinta minutos para ver la cantidad de cosas que hemos dicho simbólicamente.

A mí me encanta todo esto: decir unas cosas usando otras, hacer visibles vivencias invisibles, estar todos de acuerdo y comunicarnos mediante un lenguaje ‘trucado’, hacer presente un país entero o un hecho pasado con un signo... Gozo de un modo especial de esa “superioridad” que permite vivir en el mundo sin ser esclavos de la materia en todo momento, descubrir la profunda libertad de la realidad, sobreponerse a esa pobre mirada que cosifica todo lo existente… Me gusta tocar el misterio sin que sea desvirtuada su grandiosidad…

Quisiera guardar muchos de los signos que he descubierto a lo largo de mis años. Los guardaría en un armario, como se guardan las cosas. Sin embargo, hoy quiero meter la mano en ese baúl… y sacar lo que a partir de ahora quiero que se llame el armario de los signos sagrados. En esa caja imaginaria he ido guardando papeles, y en cada uno… un signo. Son estos.

Señal de la cruz

La señal de la cruz es una marca. Un coche, por ejemplo, se marca con una circunferencia con tres radios, o con la figura de un jaguar, o un león rampante, o con un simple rombo… Vemos la marca, y sabemos a qué fábrica de coches pertenece. El cristiano está marcado por la cruz de Cristo. La cruz le marca porque fue liberado por ella.

La cruz, por tanto, está en mi origen como cristiano. También la vida del cristiano está marcada por la cruz: quien quiera seguirme, tome su cruz cada día. Y a la vez, el modo de colaborar con Cristo para que la vida nueva llegue a otros -el apostolado-, exige ‘clavarnos’ en la cruz por ellos, como hizo Cristo.

Comenzamos la misa con la señal de la cruz: conviene que la hagamos con pausa, como expresión sincera: recordamos y reconocemos que la cruz nos ha salvado y por eso pertenecemos a Jesús, a la vez que manifestamos la voluntad de aceptarla en nuestra vida.

Altar

El altar es la mesa sobre la que se celebra el sacrificio. La mesa es lisa, abierta a la vista de todos. Todas las líneas del templo convergen en el altar. Se encuentra en alto, sobre unas gradas, aislado y elevado sobre el suelo del pueblo. Es el corazón del templo.

Las religiones antiguas siempre realizaban sus sacrificios sobre una mesa de piedra. Jesús realiza su sacrificio, no sobre una mesa, sino sobre una cruz, y manda a sus apóstoles que hagamos memoria de él. Los primeros cristianos realizan el sacrificio de la cruz sobre una mesa, pero saben que esa mesa no es la de una cena sin más, sino que esa mesa es presencia de un sacrificio de cruz. Por eso los primeros altares eran de piedra, trozos de piedra tomados del monte Gólgota, donde estaba clavada la cruz sobre la que murió Jesús. Solo había un altar en cada templo, como uno solo es el Salvador y el sacrificio que realizó. Siempre hay un crucifijo junto a la mesa, que recuerda el sentido de sacrificio de las celebraciones que se hacen sobre el altar.

A veces se ha visto en el altar un simbolismo del mismo Jesucristo: tiene su lógica, ya que el primer altar sobre el que se realizó el sacrificio de Jesús fue su propio cuerpo; el verdadero altar el cuerpo entregado. “La roca era Cristo”, dice san Pablo. El beso al altar, entonces, es un saludo al mismo Cristo. Otras veces se venera el altar simplemente como muestra de respeto y afecto a la mesa en la que se realiza el sacrificio, y a Jesús que nos ha invitado a ella.

Pero hay más altares, altares invisibles. Junto al altar como corazón del templo, se encuentra otro: el corazón de cada uno de los que participan del sacrificio de Jesús. El altar visible del templo es símbolo e imagen del altar invisible del alma, en el que cada uno se asocia al sacrificio de Jesús.

Cuando pasamos ante el altar, o cuando subimos las gradas en las que se encuentra, manifestamos respeto haciendo una reverencia con la cabeza.

Ambón o mesa de la Palabra, y el Evangelio

Cristo nos alimenta con el pan eucarístico y con el pan de su palabra: “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Junto al altar se encuentra la otra mesa, la mesa de la palabra o ambón.

El ambón es la cátedra desde la que nos habla la Palabra de Dios. “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles del pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo…”.

Además de las lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento, de algún salmo y el Aleluya, desde el ambón “se lee el Evangelio, en el cual Cristo habla con su misma boca para actualizar el Evangelio en su Iglesia, como si hablara al pueblo Cristo mismo en persona”, como dice un pontifical del siglo X. Lo proclama la Iglesia, y no un particular. Su lectura está reservada al sacerdote o diácono. Está reservado a la palabra de Vida, y es conveniente reservarlo exclusivamente para ese uso (los avisos y otros comentarios, mejor hacerlos desde la sede).

Se escucha de pie, como manifestación de respeto, apertura y disponibilidad completa a Jesús que nos habla, ya que –como dice san Agustín- “el evangelio es la boca de Cristo: está sentado en el Cielo, pero no deja de hablar en la tierra” a través de su Cuerpo que es la Iglesia.

Antes de su lectura, el lector hace una señal de la cruz sobre el libro y –cada uno con él- sobre su persona. Es la expresión de un deseo: que esa palabra ilumine los pensamientos, palabras, sentimientos y obras de cada uno. Al final se besa el Evangelio como manifestación de cariño y agradecimiento. Antes y después, unas aclamaciones –‘Gloria a ti, Señor (Jesús)’- reconocen y profesan la presencia de Cristo que habla.

Velas

Las llamas de las velas simbolizan nuestra vida interior. Son así imagen de nuestras aspiraciones que tienden hacia el cielo, de la luz que arde en nuestro interior. Queremos expresar nuestro deseo de arder en la presencia de Dios encendiendo esas velas.

Es una antigua costumbre, que quiere manifestar elegantemente respeto y celebración de fiesta.

Las velas están sobre el altar o junto a él. Se enciende un número mayor o menor dependiendo del esplendor que se quiera dar a la celebración del día.

¿Cómo se sabe si el Santísimo Cuerpo de Jesús está reservado en una iglesia? Siempre que está él, arde una lamparilla delante del sagrario. Además de indicar que la eucaristía está reservada, resulta una forma elocuente de expresar nuestro deseo de permanecer continuamente ante él, consumiendo nuestra vida anunciando y adorando su presencia.

Vestiduras u ornamentos

El sacerdote se reviste con prendas especiales durante la celebración de la misa. Así se quiere hacer evidente que no está ahí como una persona particular, como fulano de tal, sino en lugar de otro: en lugar de Cristo. No actúa por sí, sino por la persona de Cristo.

Colores de los ornamentos

Se usan distintos colores, según las celebraciones. En los tiempos ordinarios, el verde, color de la esperanza. En los tiempos fuertes, de mayor penitencia para la conversión –adviento y cuaresma-, el color morado; también el color morado se lleva para manifestar el luto en las celebraciones de difuntos (en estas es facultativo el negro). En las celebraciones de las fiestas de Jesús y de los santos, como durante el tiempo de pascua, con el color blanco se expresa la limpieza de vida. Si los santos son mártires, el color rojo recuerda la sangre derramada por Jesús.

Otros menos usados. El día de la Inmaculada, el azul claro expresa la pureza de María. El rosa claro solo se usa dos domingos en el año, más o menos en el paso del ecuador del Adviento –el tercero, domingo gaudete- y de la Cuaresma –el cuarto, domingo laetare-; quiere recordar con este sorprendente color la alegría que espera al final de ese tiempo de preparación.

Domingo

Es el día de la Resurrección de Cristo. Desde el principio, la iglesia celebra ese día el misterio pascual, y con razón lo llama ‘día del Señor’ o domingo. El banquete del Señor ocupa el centro del día, pues es ahí donde toda la comunidad cristiana encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete. Es uno de los elementos fundamentales de la identidad cristiana.

Del domingo decimos que es el primer día de la semana, el tercer día, o el octavo día, dependiendo de donde nos situemos.

Misa dominical

La Iglesia manda a los cristianos que santifiquen el domingo, entre otras cosas, participando del Misterio Pascual ese día –o en su víspera-. Es un testimonio de la pertenencia a Cristo y a la Iglesia.

En la eucaristía dominical se fundamenta toda la vida cristiana, y además se confirma esa nueva vida.

Todos los hijos de Dios nos damos cita en la casa del Padre, y proclamamos la comunión en la fe y en la caridad, le agradecemos y adoramos, reconocemos que somos suyos y nuestra dependencia respecto de Él. Aunque es un mandato, responde a una necesidad. Es como si se mandase comer o respirar: se trata de algo indispensable para tener vida.

Arrodillarse

Para los hebreos, las rodillas eran el símbolo de la fuerza. Al doblarlas ante Dios, los judíos hablaban con su cuerpo: expresaban que doblaban las propias fuerzas ante Dios, reconocían su gran poder. La voluntad del que se arrodilla se somete a la voluntad de Dios. El poder de la propia libertad se dobla ante la voluntad todopoderosa y buena del Creador.

Los cristianos mantenemos este gesto, con el mismo sentido: es un gesto de adoración, y puede manifestar también súplica y arrepentimiento. Al llegar a la Iglesia saludamos a Dios permaneciendo un momento de rodillas, antes de sentarnos, conscientes de que es una postura adecuada para el hombre que se halla delante de Dios. Cuando nos ponemos ante el Sagrario, también nos arrodillamos.

Genuflexión

Así llamamos al gesto de flexionar –flexu- la rodilla –en latín, genu- derecha hasta tocar el suelo, mientras el tronco continúa erguido y la cabeza mira al frente. Este gesto lo hacemos cada vez que pasamos delante del sagrario.

Un Dios que se hace tan pequeño como un trozo de pan, no nos deja indiferentes. Reconocemos que él es el grande y nosotros los pequeños: empequeñecemos nuestro cuerpo con este elocuente gesto. Así el corazón dice con el cuerpo: ‘Tú eres el Dios grande y Santo; yo soy la nada’. Por eso llevamos la rodilla hasta el suelo, sin prisa, dando tiempo al corazón a que se arrodille también interiormente.

Estar de pie

Es una postura que manifiesta respeto, disposición atenta y pronta a escuchar y cumplir una misión, una orden.

Es la postura habitual en las celebraciones, postura activa y de libertad: el hombre liberado por Cristo está en pié con su Dios, mirándole, a su disposición.

Estar sentado

En algunos momentos –lecturas, homilía…- estamos sentados. Esta postura cómoda facilita escuchar, recogerse en busca de la comprensión, reflexionar… y, como todas las posturas que se adoptan durante la misa, orar.

Sagrario

Es la tienda en la que acampa Dios entre los hombres, mientras estamos en la tierra. Viene a ser el trono de Dios, donde se asienta Jesús vivo entre nosotros. El pan consagrado, por el poder del Espíritu, deja de ser pan para ser el cuerpo de Jesús. Este cuerpo, real y verdadero, sacramental, permanece siendo Jesús vivo fuera de la misa; nos referimos a él de muchas maneras: Santísimo, Jesús sacramentado, Hostia, divinas especies...

Como es lógico, procuramos que sea bonito y rico. Cuando pasamos ante el sagrario hacemos una genuflexión.

Así vivimos una verdad: que la eucaristía está para comerla, y también para adorarla.

Hostia

¿Cómo llamar a un trozo de harina con levadura que, por obra del Espíritu Santo, pasa a ser el cuerpo de Cristo? Los primero cristianos decidieron referirse a él con la palabra víctima. En latín, víctima se dice hostia, con h; sin h –ostia- significa ‘puerta’. ¿Por qué le llamaron –y seguimos llamándole así? Porque lo que tenemos sobre el altar es el cuerpo roto, la víctima, el entregado.

La lengua castellana cuenta con unas tres mil seiscientas palabras. De todas ellas, la más santa –la que designa la realidad material más sagrada- quizá sea la palabra hostia. Por eso, es una de las palabras más queridas por los cristianos. Resulta sorprendente y doloroso la costumbre de usarla en exclamaciones y expresiones, de forma tan tonta y blasfema, dándole otros sentidos.

Manos

Las manos tienen la capacidad de expresar adecuadamente la vida del alma.

Cuando uno se rinde ante el enemigo, muestra su rendición con el gesto de las manos extendidas y en alto. Este gesto es parecido al del sacerdote cuando ora en la misa: brazos extendidos, manos elevadas en alto, con las palmas abiertas. Así se pasa gran parte de la misa: siempre que está hablando a Dios Padre. Con este gesto le expresa que lo que le está diciendo es una súplica que elevamos desde nuestra pobreza más radical, sin ánimo de obligarle; súplica que confía en su misericordia. Así ha sido representada desde los primeros siglos la actitud del orante.

El sacerdote extiende las manos, con las palmas abiertas, sobre las ofrendas, sobre el pan y el vino. Así, cubriéndolas, pone bajo su sombra aquello sobre lo que el Espíritu Santo debe actuar, significando el poder del Espíritu sobre la realidad que cubre. El sacerdote hace este mismo gesto en el sacramento del perdón: extiende su mano derecha con la palma abierta hacia abajo sobre la cabeza del penitente en el momento de la absolución de sus pecados.

Las manos unidas, palma contra palma, expresan la actitud de recogimiento, también de humildad, de conformidad y sumisión: al permanecer con las manos como atadas, se expresa que las abandonamos en las manos de Dios.

Consagración

En un momento de la misa, el sacerdote actúa en el lugar de Cristo y, con sus mismas palabras y gestos, hace sagrados –santos- el pan y el vino: actualiza así el sacrificio que Jesús instituyó en la Última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino. La consagración es ese momento de la misa en el que, por el poder del Espíritu, la sustancia del pan cambia, y aunque permanecen los accidentes del pan ya no lo es: pasa a ser el Cuerpo del Señor. Y lo mismo ocurre con el vino, que se transustancia en la Sangre del Señor.

A partir de la consagración, la materia de ese trozo de pan o de esas gotas de vino, el Señor ha hecho absolutamente suya, de manera que en ella se contiene él mismo: el resucitado, con su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Cristo está ahí todo entero, en cada trozo de pan, en cada gota de vino.

Aleluya

Es una expresión que viene de la unión de dos palabras hebreas Hallelu (el imperativo del verbo ‘alabar’) y el Nombre de Dios Yahwéh: ¡Hallelu Ya!, es decir, ¡Alabad al Señor!

Se trata de una aclamación de alegría, un grito lleno de entusiasmo, que los cristianos decían con frecuencia en los primeros siglos, hasta llegar a ser habitual en Palestina: ante la llegada de un acontecimiento esperado, cuando araban la tierra, cuando embarcados se acercaban a tierra...

Bendición

El sacerdote invoca el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y da la bendición de Dios. La bendición es acción de Dios. Le pide que bendiga nuestra vida cristiana, y nosotros la aceptamos santiguándonos.

La misa termina con la bendición: ha terminado la liturgia celebrada –la misa- y comienza la liturgia vivida; ha terminado la celebración de la eucaristía, y comienza la eucaristía vivida. Y Dios nos da su bendición para hacernos capaces de realizarlo.

Copón y Cáliz

El copón es la copa o vaso en el que se guarda el pan consagrado. El cáliz es la copa o vaso en el que está el vino consagrado. Habitualmente se les llama vasos sagrados porque guardan lo más santo que tenemos los hombres, el cuerpo y la sangre de Cristo. Como está en contacto con Jesús sacramentado, los cristianos siempre hemos procurado que sean dignos y cuidados: por ejemplo, su interior frecuentemente está bañado en oro o plata.

Iglesia

Desde los primeros momentos, el templo cristiano recibe el nombre de ‘domus ecclesiae’, casa de la Iglesia, es decir, casa de la asamblea o reunión del pueblo de Dios convocado.

Los edificios de las iglesias nacen en continuidad con los edificios de la religión judía, que eran dos: las sinagogas y el templo. En las sinagogas los judíos guardan y leen el Antiguo Testamento –los rollos de la Torá, la Palabra de Dios dirigida a su pueblo elegido-; ahí dan la instrucción religiosa. El templo era el edificio donde se ofrecían los sacrificios a Yahvé. Uno y otro se complementaban. Los cristianos aúnan los dos edificios en las iglesias. Así, la Iglesia es el lugar donde se reúnen los cristianos para escuchar la Palabra de Dios y sellarla mediante el sacrificio; así viven en alianza Dios y los hombres.

Así como en las sinagogas los judíos custodiaban los rollos de la Torá -presencia de Dios en la Escritura-, en las iglesias cristianas custodiamos y adoramos al mismo Verbo de Dios, sustancialmente presente en la Eucaristía, reservado en el Sagrario. Por eso, la iglesia es también casa de oración.

El judaísmo y el islam imponen que las oraciones se hagan en dirección al lugar donde tuvo lugar la revelación, hacia el Templo de Jerusalén y hacia la Meca, respectivamente. Durante siglos, las iglesias cristianas también se han construido mirando a un sitio concreto: han estado dirigidas hacia el oriente –por eso se dice orientadas-. ¿Por qué? El sol nace por el oriente –el este -. En Cristo reconocemos al verdadero sol, que rompe la oscuridad de las tinieblas e ilumina el mundo y nuestras vidas. Mirando al oriente expresamos que miramos a Cristo, ya que él es el lugar de encuentro entre Dios y la humanidad; en Cristo, nuevo Sol, ha tenido lugar la revelación de Dios a los hombres.

Agua bendita

En la mayoría de las iglesias, en la entrada, suele haber una pila de agua bendita. ¿Qué es exactamente esta agua que los fieles utilizan para santiguarse? El agua bendita es instrumento de la gracia del Señor. El agua corriente limpia el cuerpo; lo mismo pasa con el agua bendita que, en recuerdo del agua limpia del bautismo, puede limpiar al alma arrepentida de sus pecados veniales.

Celebración

Celebrar es realizar, tomar parte de un acontecimiento. En el caso de la celebración eucarística, más que un recuerdo es una actualización del sacrificio de la cruz, nos unimos a ese acontecimiento que tuvo lugar hace más de 2000 años.

No se trata, por tanto, de evocar un recuerdo, sino más bien lo que ocurre es que el Espíritu Santo nos recuerda que el Evento pascual que celebramos sucedió realmente en la historia, y que continúa actuando hoy.

La celebración eucarística no repite el Evento, sino que hace que cale cada vez más profundamente en nosotros, hasta que Cristo lo sea todo en cada uno y en la Iglesia.

Comulgar

Comulgar es recibir la eucaristía, comer el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Pero recibir la eucaristía no significa solo comer algo ‘material’ sin más, sino llevar a cabo un encuentro recíproco y profundo entre dos personas. Se me ofrece Jesús vivo, él entra en mí y me invita a entregarme a él de modo que cada uno llegue a ser uno con él.

Comer la eucaristía es un proceso espiritual que abarca a toda la persona: significa adorarle, dejar que entre en mí de manera que poco a poco yo sea transformado. Por eso conviene comulgar con frecuencia, aunque la Iglesia mande hacerlo al menos una vez al año.