Quién por primera vez asistiese a un partido de fútbol se quedaría extrañado, muy extrañado. ¿Qué hacen unos señores mayores en pantalón corto, corriendo detrás de un balón? ¿No se les ha pasado ya la edad para esas cosas? Y cuando –después de una carrera- alcanzan el balón, le dan una patada en vez de cogerlo. ¿Y por qué hay dos de ellos que no corren nada, y se mueven para que les dé el balón en vez de esquivarlo? ¿Por qué el que va vestido de negro no le da también patadas? Además, ese es tan raro que de vez en cuando sopla un pito: algo muy malo debe ser, pues muchos protestan y le gritan cada vez que pita. Lo de la masa de gente que está allí mirando y mordiéndose las uñas -muchos de ellos moviendo trozos de tela con colores…- eso ya sí que es para nota. Pero además antes de empezar a correr suena una música y todos se quedan quietos y en silencio. Después, cuando terminan de correr, se ponen en fila, unos señores sacan un vaso de plata muy grande y se lo dan; se alegran, pero en vez de beber todos en él, lloran; todos la quieren tocar y les hacen fotos.
Hay muchas realidades que expresamos mediante signos. Basta observar lo que hayamos hecho en los últimos treinta minutos para ver la cantidad de cosas que hemos dicho simbólicamente.
A mí me encanta todo esto: decir unas cosas usando otras, hacer visibles vivencias invisibles, estar todos de acuerdo y comunicarnos mediante un lenguaje ‘trucado’, hacer presente un país entero o un hecho pasado con un signo... Gozo de un modo especial de esa “superioridad” que permite vivir en el mundo sin ser esclavos de la materia en todo momento, descubrir la profunda libertad de la realidad, sobreponerse a esa pobre mirada que cosifica todo lo existente… Me gusta tocar el misterio sin que sea desvirtuada su grandiosidad…
Quisiera guardar muchos de los signos que he descubierto a lo largo de mis años. Los guardaría en un armario, como se guardan las cosas. Sin embargo, hoy quiero meter la mano en ese baúl… y sacar lo que a partir de ahora quiero que se llame el armario de los signos sagrados. En esa caja imaginaria he ido guardando papeles, y en cada uno… un signo. Son estos.
La señal de la cruz es una marca. Un coche, por ejemplo, se marca con una circunferencia con tres radios, o con la figura de un jaguar, o un león rampante, o con un simple rombo… Vemos la marca, y sabemos a qué fábrica de coches pertenece. El cristiano está marcado por la cruz de Cristo. La cruz le marca porque fue liberado por ella.
La cruz, por tanto, está en mi origen como cristiano. También la vida del cristiano está marcada por la cruz: quien quiera seguirme, tome su cruz cada día. Y a la vez, el modo de colaborar con Cristo para que la vida nueva llegue a otros -el apostolado-, exige ‘clavarnos’ en la cruz por ellos, como hizo Cristo.
Comenzamos la misa con la señal de la cruz: conviene que la hagamos con pausa, como expresión sincera: recordamos y reconocemos que la cruz nos ha salvado y por eso pertenecemos a Jesús, a la vez que manifestamos la voluntad de aceptarla en nuestra vida.
El altar es la mesa sobre la que se celebra el sacrificio. La mesa es lisa, abierta a la vista de todos. Todas las líneas del templo convergen en el altar. Se encuentra en alto, sobre unas gradas, aislado y elevado sobre el suelo del pueblo. Es el corazón del templo.
Las religiones antiguas siempre realizaban sus sacrificios sobre una mesa de piedra. Jesús realiza su sacrificio, no sobre una mesa, sino sobre una cruz, y manda a sus apóstoles que hagamos memoria de él. Los primeros cristianos realizan el sacrificio de la cruz sobre una mesa, pero saben que esa mesa no es la de una cena sin más, sino que esa mesa es presencia de un sacrificio de cruz. Por eso los primeros altares eran de piedra, trozos de piedra tomados del monte Gólgota, donde estaba clavada la cruz sobre la que murió Jesús. Solo había un altar en cada templo, como uno solo es el Salvador y el sacrificio que realizó. Siempre hay un crucifijo junto a la mesa, que recuerda el sentido de sacrificio de las celebraciones que se hacen sobre el altar.
A veces se ha visto en el altar un simbolismo del mismo Jesucristo: tiene su lógica, ya que el primer altar sobre el que se realizó el sacrificio de Jesús fue su propio cuerpo; el verdadero altar el cuerpo entregado. “La roca era Cristo”, dice san Pablo. El beso al altar, entonces, es un saludo al mismo Cristo. Otras veces se venera el altar simplemente como muestra de respeto y afecto a la mesa en la que se realiza el sacrificio, y a Jesús que nos ha invitado a ella.
Pero hay más altares, altares invisibles. Junto al altar como corazón del templo, se encuentra otro: el corazón de cada uno de los que participan del sacrificio de Jesús. El altar visible del templo es símbolo e imagen del altar invisible del alma, en el que cada uno se asocia al sacrificio de Jesús.
Cuando pasamos ante el altar, o cuando subimos las gradas en las que se encuentra, manifestamos respeto haciendo una reverencia con la cabeza.
Ambón o mesa de
Cristo nos alimenta con el pan eucarístico y con el pan de su palabra: “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Junto al altar se encuentra la otra mesa, la mesa de la palabra o ambón.
El ambón es la cátedra desde la que nos habla
Además de las lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento, de algún salmo y el Aleluya, desde el ambón “se lee el Evangelio, en el cual Cristo habla con su misma boca para actualizar el Evangelio en su Iglesia, como si hablara al pueblo Cristo mismo en persona”, como dice un pontifical del siglo X. Lo proclama
Se escucha de pie, como manifestación de respeto, apertura y disponibilidad completa a Jesús que nos habla, ya que –como dice san Agustín- “el evangelio es la boca de Cristo: está sentado en el Cielo, pero no deja de hablar en la tierra” a través de su Cuerpo que es
Antes de su lectura, el lector hace una señal de la cruz sobre el libro y –cada uno con él- sobre su persona. Es la expresión de un deseo: que esa palabra ilumine los pensamientos, palabras, sentimientos y obras de cada uno. Al final se besa el Evangelio como manifestación de cariño y agradecimiento. Antes y después, unas aclamaciones –‘Gloria a ti, Señor (Jesús)’- reconocen y profesan la presencia de Cristo que habla.
Las llamas de las velas simbolizan nuestra vida interior. Son así imagen de nuestras aspiraciones que tienden hacia el cielo, de la luz que arde en nuestro interior. Queremos expresar nuestro deseo de arder en la presencia de Dios encendiendo esas velas.
Es una antigua costumbre, que quiere manifestar elegantemente respeto y celebración de fiesta.
Las velas están sobre el altar o junto a él. Se enciende un número mayor o menor dependiendo del esplendor que se quiera dar a la celebración del día.
¿Cómo se sabe si el Santísimo Cuerpo de Jesús está reservado en una iglesia? Siempre que está él, arde una lamparilla delante del sagrario. Además de indicar que la eucaristía está reservada, resulta una forma elocuente de expresar nuestro deseo de permanecer continuamente ante él, consumiendo nuestra vida anunciando y adorando su presencia.
El sacerdote se reviste con prendas especiales durante la celebración de la misa. Así se quiere hacer evidente que no está ahí como una persona particular, como fulano de tal, sino en lugar de otro: en lugar de Cristo. No actúa por sí, sino por la persona de Cristo.
Se usan distintos colores, según las celebraciones. En los tiempos ordinarios, el verde, color de la esperanza. En los tiempos fuertes, de mayor penitencia para la conversión –adviento y cuaresma-, el color morado; también el color morado se lleva para manifestar el luto en las celebraciones de difuntos (en estas es facultativo el negro). En las celebraciones de las fiestas de Jesús y de los santos, como durante el tiempo de pascua, con el color blanco se expresa la limpieza de vida. Si los santos son mártires, el color rojo recuerda la sangre derramada por Jesús.
Otros menos usados. El día de
Es el día de
Del domingo decimos que es el primer día de la semana, el tercer día, o el octavo día, dependiendo de donde nos situemos.
En la eucaristía dominical se fundamenta toda la vida cristiana, y además se confirma esa nueva vida.
Todos los hijos de Dios nos damos cita en la casa del Padre, y proclamamos la comunión en la fe y en la caridad, le agradecemos y adoramos, reconocemos que somos suyos y nuestra dependencia respecto de Él. Aunque es un mandato, responde a una necesidad. Es como si se mandase comer o respirar: se trata de algo indispensable para tener vida.
Arrodillarse
Para los hebreos, las rodillas eran el símbolo de la fuerza. Al doblarlas ante Dios, los judíos hablaban con su cuerpo: expresaban que doblaban las propias fuerzas ante Dios, reconocían su gran poder. La voluntad del que se arrodilla se somete a la voluntad de Dios. El poder de la propia libertad se dobla ante la voluntad todopoderosa y buena del Creador.
Los cristianos mantenemos este gesto, con el mismo sentido: es un gesto de adoración, y puede manifestar también súplica y arrepentimiento. Al llegar a
Así llamamos al gesto de flexionar –flexu- la rodilla –en latín, genu- derecha hasta tocar el suelo, mientras el tronco continúa erguido y la cabeza mira al frente. Este gesto lo hacemos cada vez que pasamos delante del sagrario.
Un Dios que se hace tan pequeño como un trozo de pan, no nos deja indiferentes. Reconocemos que él es el grande y nosotros los pequeños: empequeñecemos nuestro cuerpo con este elocuente gesto. Así el corazón dice con el cuerpo: ‘Tú eres el Dios grande y Santo; yo soy la nada’. Por eso llevamos la rodilla hasta el suelo, sin prisa, dando tiempo al corazón a que se arrodille también interiormente.
Es una postura que manifiesta respeto, disposición atenta y pronta a escuchar y cumplir una misión, una orden.
Es la postura habitual en las celebraciones, postura activa y de libertad: el hombre liberado por Cristo está en pié con su Dios, mirándole, a su disposición.
Estar sentado
En algunos momentos –lecturas, homilía…- estamos sentados. Esta postura cómoda facilita escuchar, recogerse en busca de la comprensión, reflexionar… y, como todas las posturas que se adoptan durante la misa, orar.
Es la tienda en la que acampa Dios entre los hombres, mientras estamos en la tierra. Viene a ser el trono de Dios, donde se asienta Jesús vivo entre nosotros. El pan consagrado, por el poder del Espíritu, deja de ser pan para ser el cuerpo de Jesús. Este cuerpo, real y verdadero, sacramental, permanece siendo Jesús vivo fuera de la misa; nos referimos a él de muchas maneras: Santísimo, Jesús sacramentado, Hostia, divinas especies...
Como es lógico, procuramos que sea bonito y rico. Cuando pasamos ante el sagrario hacemos una genuflexión.
Así vivimos una verdad: que la eucaristía está para comerla, y también para adorarla.
¿Cómo llamar a un trozo de harina con levadura que, por obra del Espíritu Santo, pasa a ser el cuerpo de Cristo? Los primero cristianos decidieron referirse a él con la palabra víctima. En latín, víctima se dice hostia, con h; sin h –ostia- significa ‘puerta’. ¿Por qué le llamaron –y seguimos llamándole así? Porque lo que tenemos sobre el altar es el cuerpo roto, la víctima, el entregado.
La lengua castellana cuenta con unas tres mil seiscientas palabras. De todas ellas, la más santa –la que designa la realidad material más sagrada- quizá sea la palabra hostia. Por eso, es una de las palabras más queridas por los cristianos. Resulta sorprendente y doloroso la costumbre de usarla en exclamaciones y expresiones, de forma tan tonta y blasfema, dándole otros sentidos.
Las manos tienen la capacidad de expresar adecuadamente la vida del alma.
Cuando uno se rinde ante el enemigo, muestra su rendición con el gesto de las manos extendidas y en alto. Este gesto es parecido al del sacerdote cuando ora en la misa: brazos extendidos, manos elevadas en alto, con las palmas abiertas. Así se pasa gran parte de la misa: siempre que está hablando a Dios Padre. Con este gesto le expresa que lo que le está diciendo es una súplica que elevamos desde nuestra pobreza más radical, sin ánimo de obligarle; súplica que confía en su misericordia. Así ha sido representada desde los primeros siglos la actitud del orante.
El sacerdote extiende las manos, con las palmas abiertas, sobre las ofrendas, sobre el pan y el vino. Así, cubriéndolas, pone bajo su sombra aquello sobre lo que el Espíritu Santo debe actuar, significando el poder del Espíritu sobre la realidad que cubre. El sacerdote hace este mismo gesto en el sacramento del perdón: extiende su mano derecha con la palma abierta hacia abajo sobre la cabeza del penitente en el momento de la absolución de sus pecados.
Las manos unidas, palma contra palma, expresan la actitud de recogimiento, también de humildad, de conformidad y sumisión: al permanecer con las manos como atadas, se expresa que las abandonamos en las manos de Dios.
En un momento de la misa, el sacerdote actúa en el lugar de Cristo y, con sus mismas palabras y gestos, hace sagrados –santos- el pan y el vino: actualiza así el sacrificio que Jesús instituyó en la Última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino. La consagración es ese momento de la misa en el que, por el poder del Espíritu, la sustancia del pan cambia, y aunque permanecen los accidentes del pan ya no lo es: pasa a ser el Cuerpo del Señor. Y lo mismo ocurre con el vino, que se transustancia en
A partir de la consagración, la materia de ese trozo de pan o de esas gotas de vino, el Señor ha hecho absolutamente suya, de manera que en ella se contiene él mismo: el resucitado, con su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Cristo está ahí todo entero, en cada trozo de pan, en cada gota de vino.
Es una expresión que viene de la unión de dos palabras hebreas Hallelu (el imperativo del verbo ‘alabar’) y el Nombre de Dios Yahwéh: ¡Hallelu Ya!, es decir, ¡Alabad al Señor!
Se trata de una aclamación de alegría, un grito lleno de entusiasmo, que los cristianos decían con frecuencia en los primeros siglos, hasta llegar a ser habitual en Palestina: ante la llegada de un acontecimiento esperado, cuando araban la tierra, cuando embarcados se acercaban a tierra...
El sacerdote invoca el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y da la bendición de Dios. La bendición es acción de Dios. Le pide que bendiga nuestra vida cristiana, y nosotros la aceptamos santiguándonos.
La misa termina con la bendición: ha terminado la liturgia celebrada –la misa- y comienza la liturgia vivida; ha terminado la celebración de la eucaristía, y comienza la eucaristía vivida. Y Dios nos da su bendición para hacernos capaces de realizarlo.
El copón es la copa o vaso en el que se guarda el pan consagrado. El cáliz es la copa o vaso en el que está el vino consagrado. Habitualmente se les llama vasos sagrados porque guardan lo más santo que tenemos los hombres, el cuerpo y la sangre de Cristo. Como está en contacto con Jesús sacramentado, los cristianos siempre hemos procurado que sean dignos y cuidados: por ejemplo, su interior frecuentemente está bañado en oro o plata.
Desde los primeros momentos, el templo cristiano recibe el nombre de ‘domus ecclesiae’, casa de
Los edificios de las iglesias nacen en continuidad con los edificios de la religión judía, que eran dos: las sinagogas y el templo. En las sinagogas los judíos guardan y leen el Antiguo Testamento –los rollos de
Así como en las sinagogas los judíos custodiaban los rollos de
El judaísmo y el islam imponen que las oraciones se hagan en dirección al lugar donde tuvo lugar la revelación, hacia el Templo de Jerusalén y hacia
En la mayoría de las iglesias, en la entrada, suele haber una pila de agua bendita. ¿Qué es exactamente esta agua que los fieles utilizan para santiguarse? El agua bendita es instrumento de la gracia del Señor. El agua corriente limpia el cuerpo; lo mismo pasa con el agua bendita que, en recuerdo del agua limpia del bautismo, puede limpiar al alma arrepentida de sus pecados veniales.
Celebrar es realizar, tomar parte de un acontecimiento. En el caso de la celebración eucarística, más que un recuerdo es una actualización del sacrificio de la cruz, nos unimos a ese acontecimiento que tuvo lugar hace más de 2000 años.
No se trata, por tanto, de evocar un recuerdo, sino más bien lo que ocurre es que el Espíritu Santo nos recuerda que el Evento pascual que celebramos sucedió realmente en la historia, y que continúa actuando hoy.
La celebración eucarística no repite el Evento, sino que hace que cale cada vez más profundamente en nosotros, hasta que Cristo lo sea todo en cada uno y en
Comulgar es recibir la eucaristía, comer el Cuerpo y
Comer la eucaristía es un proceso espiritual que abarca a toda la persona: significa adorarle, dejar que entre en mí de manera que poco a poco yo sea transformado. Por eso conviene comulgar con frecuencia, aunque