Sí,
la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios.
Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo en la Iglesia. Es él quien enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres propias de cada lugar en todos los tiempos.
En efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.
De ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por el pueblo. Por mi parte quiero –dice Juan Pablo II- repetir ante vosotros lo que ya les dije: "Es pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto significa evangelizarla, o sea, enriquecería de contenidos salvíficos portadores del misterio de Cristo y del Evangelio" (19 octubre 1984, n. 4).
Todas las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen, pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los ha enviado (cf. Lc. 10, 16).
La piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica, esto es, a una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se renueva por nosotros en el altar.
Estas celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a Dios.
Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en la Iglesia sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar los sacramentos.
Las fiestas de los patronos de cada lugar, los tiempos de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones que el Señor dirige a toda la comunidad -y a cada uno-, para avanzar por el camino de la salvación. Pero no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa.
Que en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia de Dios.